Están emitiendo estos días en La 2, de lunes a jueves a las 20:00 horas, un programa magnífico que se llama Música Ligerísima. Pretende ser un recorrido en ocho programas (termina la semana que viene) por la música pop española hecha entre 1968 y 1978. Tiene un enfoque documental y no se parece al conocido "Cachitos" de la misma cadena, ya que no tiene el tono anecdótico, kitsch y de humor de éste, pero está muy bien hecho, con entrevistas interesantes y un guión y selección musicales excelentes.
Estaba el martes viendo el programa cuando me acordé de mi padre. Estoy seguro de que le hubiera encantado. Salían un montón de artistas y grupos que le gustaban y que yo conocía de escucharlos en su coche. Puede que esto sea una de las cosas que más echo de menos de él. Ir en el coche los dos solos, escuchando música, sin hablar apenas, nada más que algún comentario suyo breve y conciso, cortito y al pie por utilizar un símil futbolístico, seguramente aconsejándome sobre algún tema o directamente echándome una bronca merecida por algo que había hecho mal. También podría ser alguna broma, uno no era tan malo como para estar recibiendo broncas todos los días.
Y ahora estoy de nuevo recordando toda aquella música, aquella que me encantaba hasta los 12 o 13 años, cuando la edad del pavo llegó para no irse totalmente; cuando las hormonas pedían algo más fuerte, más cañero. De Springsteen a AC/DC, de Sex Pistols al Thrash Metal. Y así pasó aquella música a ser considerada Música de Padre. Y el adolescente insoportable pasó a ponerse unos auriculares por los que salían guitarrazos a todo volumen, que le aislaban de su familia y del mundo mientras duraban los viajes. Pasaron los años, el adolescente creció, se calmó (poco) y las hormonas se marcharon (aunque puede que no del todo) y volvió a escuchar esa Música de Padre.
Bien es verdad que a mi padre le gustaba más la música clásica que el pop, algo que en mi caso es al contrario. Siguen siendo muy comentados en mi casa aquellos despertares de los sábados y los domingos con alguna ópera de María Callas o Pavarotti o algún concierto de Von Karajan o Bernstein atronando por los altavoces del equipo del salón mientras yo intentaba dormir tan a gusto con mi resaca de la noche anterior. Porque no podía ponerse los cascos, no. La gracia era despertarme con Rigoletto, Tosca o alguna sinfonía de Beethoven a todo trapo. Era su manera de decirme "cógete las cogorzas que quieras pero mientras vivas en mi casa te aguantas". Despertarse resacoso después de dormir cuatro o cinco horas con Carmina Burana o la Marcha Radetzki no es lo mejor del mundo, pero nada comparado con Mocedades.
Desde los 22 hasta los 32 años estuve trabajando con mi padre en su empresa. Todos los días un trayecto en su coche de una media hora de ida y otra de vuelta si el tráfico iba bien. Con esas edades, ganando un sueldo decente, viviendo en casa y con amigos en situación similar lo raro era no quedar a tomar una caña. Y quien dice una dice unas cuantas. Cualquier excusa era buena, desde un partido de Champions hasta el aniversario de la coronación del rey Harald de Noruega. Y mi padre nunca me dijo nada. Lo único que repetía como un mantra era "me parece muy bien que salgas entre semana, pero si estás para el cachondeo estás para el trabajo". Eso era lo único. Y luego me ponía a Mocedades. Despertador a las 6.30, ducha y al coche. Entre cuatro y cinco horas de sueño un miércoles, medio acarajado y nada más subir al coche, Mocedades. "Anoche muy bien pero ahora te vas a cagar", debía de pensar mi santo padre.Si, si, reíros, pero no sabéis lo que es eso. Esas vocecillas empastadas perforando tus tímpanos, esas melodías dulzonas derritiendo tu perjudicado y escaso cerebro. Desde luego que mi padre sabía de qué iba la vaina.
Con los años he sabido valorar a Mocedades, no al nivel de algunos que los llaman "los The Mamas & The Papas españoles", pero sí lo suficiente como para considerarles un gran grupo vocal. Pero eso sí, nada comparado con los dos monstruos a los que admiraré siempre gracias a mi padre: Julio Iglesias y Neil Diamond. Jamás podré escuchar una sola canción suya sin acordarme de él. Imposible. Los llevo escuchando toda la vida. En cassette, en vinilo, en CD. Son parte de mi vida. A Julio no voy a descubrirlo ahora. Simplente pongo ésta canción que, además de ser su favorita, en muchos aspectos me recuerda a él.
Con Neil Diamond la cosa cambia. Neil es un titán. Llevo escuchándolo desde niño y es de lo poco de la Música de Padre que nunca dejé de escuchar. Me encanta su voz, me encantan sus letras, me encanta su música. Es de ésos cantantes que transmiten seguridad y presencia, melodía y sensibilidad sin caer en la afectación o la sobreactuación. De ésos que te dicen que no hay que preocuparse, hombre, que todo va a ir bien. De ésos que te crees. Aquí, en este paraíso de la cultura musical que es España, sólo se le conoce por Sweet Caroline, la canción de esa peliculita sensiblera que es Beautiful Girls. Sí, habéis leído bien, he dicho peliculita sensiblera. Que a vosotros os encante y la tengáis como icono generacional no va a cambiar mi opinión. Por películas como esa estamos los de mediana edad como estamos. Sólo se salva ya sabéis quién. Exacto, Natalie.
Pero volvamos con Neil. Ya hemos hablado de su gran éxito, pero tiene otros muchos y bastante mejores en mi opinión. Como dato decir que es el tercer artista cuyas canciones han permanecido mayor número de semanas acumuladas en las listas norteamericanas por detrás de Barbra Streisand y Elton John. Es autor de canciones que han sido éxito en manos de otros intérpretes, desde los Monkees y los Hollies hasta UB40 y Deep Purple (!). Igual os suena ésta:
O igual ésta otra:
Y para no dar más la vara dejo mi tema favorito, el tema que mi padre tarareaba, no cantaba, porque como buen español de su época, él de inglés lo justito. Es escucharlo y volver a ese coche con destino a cualquier parte, a Bilbao, a Sagunto, a Jaén, a Murcia. Ni qué decir tiene que está entre mis diez canciones favoritas de todos los tiempos.
La otra gran pasión musical de mi padre eran las bandas sonoras. Le encantaban. Daba igual el tipo de película que fuera, si le gustaba la banda sonora ya tenía mucho ganado. La Misión, El Ultimo Mohicano, El Padrino, El Puente sobre el río Kwai, Platoon, El Ultimo Emperador (por Dios, El Ultimo Emperador, que era un pestiño más largo que un domingo en Londres), le daba igual. De John Williams, de Ennio Morricone, de Bernard Herrman... No sé la cantidad de recopilatorios de bandas sonoras que debe haber por casa. Pero si hay dos temas que realmente le gustaban son éstos dos. El primero es de una película del Oeste, probablemente su género favorito. Echo de menos el ritual de sentarnos juntos en el salón después de comer los sábados o los domingos para ver el western de turno. Sentarnos los dos solos, claro, a ver quién era el guapo que le decía a mi madre y a mi hermana que se tragaran La Diligencia, Fort Apache, Centauros del Desierto o El Hombre que mató a Liberty Valance. Esta canción pertenece a La Leyenda de la Ciudad Sin Nombre (cuyo título en castellano, por una vez, supera al original Paint your wagon). La canta uno de los protagonistas de la película, el gran Lee Marvin (otro era un joven Clint Eastwood, que también canta un par de temas en la BSO). Otro gran clásico de tarareo paterno y desesperación de mi hermana cada vez que sonaba en el coche.
La otra joya cinéfilo-musical pertenece a La Lista de Schindler. Poco que decir. Si acaso lo que dice un chico en los comentarios del vídeo de Youtube: si no has llorado alguna vez con ésto no eres humano.
Papá, allá donde estés muchas gracias por todo. Y gracias por las películas y por la música. Hasta por Mocedades.